Cada
vez que me junto a charlar con alguien, mi soledad se vuelve barquito de papel.
Lo comprobé esta semana que no ha parado de llover.
Lo
poco que traigo puesto es el aullido del viento sobre los techos, la caída de
la nieve sobre lo que se creía perdido. Un perro que ladra inventa el
desierto.
El
viento es el único inmortal. Su trabajo es hablar con desconocidos.
El
rezo ante las tumbas, ese dialecto de hojas secas sobreviviendo a la tarde.
No
sé si alma o cuerpo, pero algo duele. Esos gorriones, que juegan en el techo de
mi casa, saben que la muerte viene y desordena todo.
Es
necesario cruzar el desierto. Allí donde las formas fracasan y un rayo de sol
nos desafía.
Tengo
una foto tuya pegada en mi corazón. Salís hermosa, con el pelo mojado, con los
ojos entrecomillados, con el cielo entre las manos.
Pienso
en el padre que me faltó, y me digo que he sido fuerte, a pesar de su ausencia.
Mis ojos están limpios de tanto llorar.
Ahora
la angustia es aire de nosotros, un amor capaz de llevar luz al viento y
respirar.
Lo
realmente difícil en la poesía es escribir sobre la felicidad. Lo intenté
muchas veces, pero nopude.
No sé. Debo ser algo masoquista porque cuando escribo la palabra felicidad la tacho y la vuelvo a escribir. Imagino que la felicidad es también eso: tachar y volver a escribir.
No sé. Debo ser algo masoquista porque cuando escribo la palabra felicidad la tacho y la vuelvo a escribir. Imagino que la felicidad es también eso: tachar y volver a escribir.
Sentir
el cansancio en esas mañanas de invierno, en las que uno piensa que lo
verdaderamente importante sucede en las manos.
Lo
cierto es que nunca había sentido tanto tu presencia como hoy que entré en mi
casa y abrí las ventanas y me pareció escuchar tu voz. Lo cierto es que el
viento sopla tan fuerte que no debiera ser visto.
Me
gustaba escuchar su voz porque ahí se podía resucitar.
Quién
dejará de huir con un nudo en la garganta.
Lo
poco que traigo puesto es la tristeza que nubla las tardes, en las callecitas
de mi pueblo: un perro que ladra inventa el desierto.
Es
un llorar adentro, para que pasen y vean que no hay más que eso. La distancia
que me separa del paisaje es lo que me ata al mundo.
No
se puede escribir una carta con las puertas abiertas: todos entran y salen como
si de eso se tratara la vida.
A
esta hora el mar se tambalea. Por eso nadie se mueve, por temor a ser
descubierto.
Para
hablar del viento, habrá que convencer a los álamos de su existencia.
¿Cómo
saber si las retamas que soñamos dan luz o sombra?
La
noche está triste, pero es noche. Conozco su ritmo inabarcable, a los pájaros
que acompañan al mito.
Un
hombre debería mirar de frente, aunque sepa que del otro lado del espejo hay
solo eso: un hombre mirando de frente.
Andar
por el mismo camino, con los ojos fijos en el viento. Recordar que su mano en
la mía era la misma mano. Y era el amor.
Maneras
de vencer a la muerte: sentarse en el banco de una plaza vacía y poner cara de
feliz cumpleaños.
Martes.
Siete de la mañana, cinco grados bajo cero. Yendo al trabajo, mis manos me
recuerdan a mis antiguas manos, esas que escribían tu nombre en los vidrios
escarchados de los autos.
El
viento es un mal criado, un psicodélico de primera hora. Se hace el loquito.
Quiere que todo el tiempo hablemos de él, que lo extrañemos cuando no está. El
viento es nuestro amor eterno: existe para que los álamos no se olviden de
cantar.
No
atraigas más fantasmas que la puerta insiste en permanecer cerrada. Cada
palabra es un imposible. Escribe sin perder el sentido del humor, el sentido de
la vida.
Es
pequeña mi casa: un gorrión posado en el alambrado, esas nubes que pasan como
almas galopando contra el viento.
Si
la vida fuera un partido de fútbol, hoy creo que estaría bajo los tres palos.
Una
mañana de martes fui hasta Parque Lezama, el parque donde se conocieron
Alejandra y Martín, los personajes de Sobre héroes y tumbas, la novela de
Ernesto Sábato. Era un día gris; casi no andaba gente. Saqué una manzana de mi
bolso y me quedé, por largas horas, mirando a los pájaros, a los árboles
centenarios, a la vida misma. De allí estoy regresando.
Pensé
que era un niño llorando en medio del campo. Era el viento.
Caminar
por el desierto hasta reconocer cada piedra, cada nube; hasta reconocerlo como
a un poema.
Perdí
los objetos, no las palabras. Esos trozos de aire que el mar escribe cuando
llega el verano.
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