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Señoras buenas nos daban de comer, nos decían:
"Dios habita en los cielos, en las manos de un niño. Su tiempo es el
tiempo por venir".
Hemos venido
hasta aquí, donde nadie llega, sólo para escuchar el silencio de las piedras,
los bordes de una herida.
Hace siglos que no salgo de mi pueblo, menos ahora que existe La Chasconita
(y los cielos, y los mares, y los perros). Enero se ha vuelto el momento de
cuidar el jardín, de recibir visitas, de reconciliarme con el mundo.
Recordar es
conservar. Para eso existen las palabras: cada una de ellas se une a otra hasta
armar una casa. Los poemas, como se sabe, harán su propio camino.
El signo vital
suele parecerse a las ropas del difunto, en cuyos bolsillos hay un solo hilo:
el primer borrador.
No hay nada más
poético que escuchar a los niños articular sus primeras palabras. Son sonidos
puramente mágicos; sonidos que estremecen por su belleza y sencillez.
Evidentemente, los niños están a favor de la idea de comunidad y en contra de
todo individualismo. Por eso van por el mundo enseñando sus mejores juguetes,
una especie de ofrenda a quienes aún no pierden sus sueños.
El canto es parte del cambio: rescatar de la cotidianeidad, la literatura.
Escucharse a sí mismo en mundo aturdido por ruidos extraños. Escribir todo
desde otro paisaje.
No recuerdo un
verano tan frío como el de estos días. Ayer no me aguanté y volví a usar el
térmico. Es que el frío y el viento, en medio del desierto, son más intensos.
Son como los silencios en la hoja: nos conocemos desde hace tanto y sin
embargo.
Casi no he
conocido a mi padre, pero siempre lo he extrañado. Su ausencia es un niño sin
alas: dibuja un pájaro.
Creo en la
función revolucionaria de la poesía.
Acá, en el
desierto, sabemos diferenciar un coirón de un yuyo. Aprendimos que el dolor
habita en los primeros fríos y que el viento es herida que viene del mar.
Soñamos con niños y con flores. Ladramos para no perder la costumbre
nomás.
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